viernes, 11 de mayo de 2012

PEDRO VERANO
Por: Mario Gastelo Mundaca



Digno de recordación, maestro sanjosefino y escritor norperuano WALTER ARMANDO FERNÁNDEZ MUNDACA O PEDRO VERANO (seudónimo literario más conocido).

Nace el 3 de setiembre de 1941 en San Juan de Licupís (Chota, Perú), y fallece en Lima, abril de 1971. Realizó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional “San José” de Chiclayo. La Universidad Nacional de Trujillo le otorgó el título de Profesor de Educación Secundaria en las especialidades de Lengua y Literatura e Inglés.

Como poeta es premiado en los siguientes certámenes: A) Juegos Florales Internos de la Universidad Nacional de Trujillo 1965, con el poemario El Retorno; B) Juegos Florales de Poesía 1967 de la Universidad Nacional de Lambayeque, con el poemario La Fuente y el Poema; C) Juegos Florales de la Universidad de Piura 1970, con el poemario Playa Solitaria (premio póstumo).

Sus obras han sido editadas bajo los títulos: Playa Solitaria (poesía,1971), Diciembre (poesía, 2007) y La Venganza del Amor, cuento publicado en la Revista Cultural “LICUPÍS”, Edición 2007, pág. 10 a 12.

La Promoción 1971 “Walter Armando Fernández Mundaca”, que auspicia la publicación del segundo libro mencionado, dice a lo interior del texto de la contracarátula: “En homenaje póstumo la promoción 1971 que lleva su nombre, del colegio ‘San José’, relieva y resalta su permanencia como hombre cabal, su trascendencia como ser sensible, con mucha espiritualidad y una candidez espontánea, propia de los niños, su gesto tierno habita en cada espacio de su ser, siendo este manojo de poesías denominado ‘Diciembre’ un regocijo para nosotros sus alumnos y familiares”.




Mario Gastelo Mundaca (izquierda), Pedro Verano (centro) y Abraham Fernández Mundaca (derecha), en una ocasión deportiva, 1961, del Club Deportivo “San Juan”, Chiclayo.




He aquí algo de la poesía y cuentística de PEDRO VERANO:

POEMA


Poesía

dadme

el relámpago

tenaz

de la alborada,

para incendiar

de auroras

el pecho

de mi pueblo.





GAVIOTA

Gaviota:

llévate

mis penas

mar adentro

donde muere

la vida,

Llévalas

tras la tarde

de este día

a no volver.

Y déjame

por siempre

tu soledad

alegre

de no esperar

a nadie.



INFANCIA

Entre las callejas

se oyen

ya las rondas.


A lo lejos

la luna

se despierta.


Sopla el viento.


En el aire

se conjuran

un canto y una pena.


¿Quién vendrá?


Sí, Armando:

es tu infancia.



LA VENGANZA DEL AMOR

(cuento)

I

-Amiguita, ¿te acompaño?

-¿Qué le pasa, ah?

-Desde la primera vez que te vi me enamoré de ti.

-Calla cholo zonzo,.. ¡gafo!

Ella corrió, y abriendo de golpe la puerta grande de un chalet violáceo entró en éste, cortando bruscamente las frases galantes de Anselmo Mayta.

Aquel día era domingo. Día de estrenar vestidos y de pasearse en el Parque Principal. Y fue allí donde Anselmo la conoció. La estaba mirando toda la tarde y la siguió cinco cuadras, hasta que se atrevió a hablarle. ¡Zonzo! le dijo, ¡gafo! También; hermosas palabras, sin embargo, para su corazón enamorado.

La calle estaba solitaria y apacible. Uno que otro peatón la cruzaba. Anselmo se quedó transido, mirando el edificio violáceo donde la vio entrar. Era hermoso con sus balcones de jardines y sus ventanas grandes con persianas que parecía un palacio. -Estará sola- pensó -me estará mirando por la hendija de aquella ventana… mejor me voy-. Metió sus manos en los bolsillos y se puso a caminar.

La tarde, sobre la ciudad, iba tendiendo su velo…



II

-¡Naranjas, naranjas, a cincuenta las naranjas! ¡Vengan por acá, vengan a las naranjas!

Anselmo trabajaba en la parada. Vendía naranjas, mandarinas. Había entrado la alegría a su alma: estaba enamorado. De su mente amiga en ningún momento se apartaba la tierna imagen de aquella muchacha. Era hermosa, pues, la vida.

Desde que llegó de Urcos, hace un año, nunca había pensado en enamorarse. Sólo le había preocupado encontrar un buen trabajo para juntar dinero y volver algún día a su tierra con cosas lindas para sus hermanos. Deseó trabajar en alguna casa comercial, pero cuando lo solicitó le pidieron una serie de papeles que no los poseía. Hubiese trabajado en los arrozales, pero ya se había completado el personal. La Costa, en verdad, no era como oyó decir alguna vez, ni como lo había soñado. Pero así son las cosas. Uno cree que más allá del terruño está el porvenir, la suerte; pero no siempre es así. Uno cree ser dueño de su vida, de sus aspiraciones y de sus sentimientos, pero de pronto le asaltan circunstancias inesperadas para las cuales no siempre está uno preparado.



III

Ningún domingo dejó Anselmo de ir al Parque de la ciudad. Iba siempre luciendo su pantalón azul, dominguero, y su camisa verde o amarilla de paseo. Iba para ver a la elegida de su corazón, y quién sabe, para solazarse con las flores del jardín del Parque. A veces se quedaba largo rato contemplando los geranios, imaginándose entre las flores, semejante a su tierra, corriendo tras las mariposas, espantando avecillas bulliciosas con sus labios repletos de sonrisas. Allí veía siempre a Adela, aunque no siempre conversaba con ella. Una vez la vio charlar con un soldado y sintió celos, a tal extremo de entrevistarse con aquel, quien resultó ser familiar de ella.

Una tarde, la vio acompañada de otras muchachas. Estaban paseando y paseando alrededor del Parque. Él las observaba desde una banca solitaria. Cuando el racimo pasaba por su lado, ellas charlaban y sonreían en torno a él; se sentía feliz: ya todas sabían de su amor. Deseaba conversar ansiosamente con aquella, pero le era imposible. Esa Tarde la siguió con sus ojos minuto tras minuto hasta que en un momento las perdió. Corrió hacia ellas. No les dio alcance. Volteó una esquina, y las vio a distancia. Corrió hacia allí, pero no las encontró.

Anselmo creyó perdida la oportunidad de conversar con ellas. Le pesó no haberlas seguido más de cerca. Sin embargo, reaccionando, pensó: -Por una sola calle se llega a la casa a donde entró la vez primera… Voy allí-. Y así lo hizo.

La calle estaba desolada. Ningún automóvil la atravesaba. -En esta esquina la esperaré- pensó. -Y tendré dos cuadras para acompañarla-. Pasaron pocos minutos, pero para él fueron horas. -Si tuviese bicicleta o carro ya me la hubiera encontrado- se dijo para sí. Mas no asomaba. Preguntó la hora a un transeúnte. -Cinco de la tarde- le dijeron. Era casi la misma hora del domingo pasado cuando con ella conversó. No demoraría. En efecto, al cabo de unos minutos apareció en la recta. Creció su corazón y empezó a golpearle el pecho. Se arregló disimuladamente el cuello de su camisa nueva y se decidió hablarla:

-Buenas tardes, amiguita… Amiguita, buenas tardes.

Ella no le contestó.

-Quiero conversar contigo… Estoy enamorado de ti… Eres liadísima.

Tampoco le contestó nada.

-No seas mala, contéstame… Lo hago con buenas intenciones, porque quiero casarme contigo.

Y no le dio ninguna respuesta.

Ya casi llegando a la puerta del chalet, Anselmo, haciendo un ademán de tomarle por los hombros, le dijo:

-Amorcito, quiero conversar contigo… Trabajo en la Parada.

-¡Quita atrevido! –contestó la muchacha, colocando con fuerza su brazo derecho en el pecho de Anselmo, aventándolo a la acera.

-¡Qué pasa, allí! –dijo una voz- ¡Pasa, Adela, rápido! –prosiguió la misma voz, ya imperativa, que salía desde la ventana del segundo piso del chalet violáceo. Anselmo miró hacia arriba y vio un joven alto de pelo rubio y ojos azules que le miraba fijamente:

-¡Oye cholito!: ¿Qué quieres con mi cocinera? –le dijo su interlocutor.

Anselmo, sin contestar nada, se retiró avergonzado, rápidamente.

-Cholo me ha dicho a mí y cocinera a Adela -iba pensando- y eso es desprecio, creo. Bueno, pues, algo es algo: la he acompañado.

Una vez que Adela entró en el chalet se dirigió a la cocina, a sus quehaceres. Y hacia allí llegó el joven rubio, el de la ventana, quien pasando sus manos duramente por las nalgas voluptuosas de ella, le dijo:

-¡Cuidado Adela, ¿ah? ¡Mucho cuidado con la calle!

Adela quizo darle una bofetada, decirle las mismas palabras que le dijo una vez a Anselmo, pero no, no podía; aquel era hijo de sus patrones y no era menester. Además en la escuela, cuando estudiaba, le habían enseñado que siempre se debe respetar a las personas mayores, a los patrones, a las autoridades. Bullía, sin embargo, de rabia. Los ojos se le humedecieron. Todo su porvenir, imaginado, lo vio derrumbarse. Dudó un instante y le pareció que todo era mentira, sonrió; pero no, no eran ilusiones; era la pura verdad. Recordó a Anselmo. –Trabajo en la Parada- le había dicho. –Mañana iré a comprar y lo veré- se dijo. –Seremos amigos-.

Se durmió pensando y pensando en su vida; hizo el recuento de todo lo que le había sucedido aquel domingo. Y una mezcla de miedo y humillación se apoderaron de su ánimo.


IV

Adela era muy joven aún y no comprendía bien lo que era el amor. Dos años había pasado desde que la trajeron de Sapán. Entró a trabajar como Ama primero, pero por razones de viaje, sus patrones la despidieron. Anduvo buscando nuevo trabajo una y tres semanas. Al cabo de las cuales, tanto andar, leyó sobre la puerta grande de aquel chalet que decía:

“Se necesita cocinera con cama adentro.

Se paga buen sueldo.

Razón: Aquí, dentro”


Así empezó a trabajar de nuevo, sin pensar que muy pronto los hombres la requeririan.

-Trabajaré con juicio y volveré algún día a mi tierra con dinero para mi mamá y ayudarle a criar y educar a mis hermanos menores, huérfanos –se había dicho siempre.

-Adela, vete al mercado, temprano –le dijo su patrona.

-Bien, Señora –contestó ella.

-Ya sabes lo que vas a comprar… Hoy es lunes.

-Bien, Señora.

Y Adela salió, rápido.

-Iré a la Parada –pensó-. Puede darse la casualidad de encontrarme con Anselmo.

-¡Naranjas!, ¡naranjas! ¡Pase por acá! ¡Vea qué dulces están las naranjas! –decía una voz en el rincón mismo de un gran toldo. Era Anselmo. Sí, era él.

-Vende naranjas –pensó y se resolvió:

-Joven, por favor, diez naranjas –pidió Adela.

-Encantado, señorita –replicó Anselmo. Pero a la hora que le colocaba las naranjas en su canastón, un inusitado recuerdo le avisó que ella era la muchacha que estaba enamorado.

-¿Cuánto es? –preguntó Adela.

Nada –replicó Anselmo, mirándola profundamente emocionado. Ella tenía los ojos pardos y achinados y sus mejillas eran como el color de una flor de geranio en primavera.

Ambos se turbaron. Ella no atinó más que seguir caminando. Él a mirarla. Luego, Anselmo, encargando de inmediato su venta, la siguió:

-Adela, Adelita, ¿puedo acompañarte?

-¿Y cómo sabe mi nombre? –increpó ella.

-La última vez que te acompañé te llamó por tu nombre el joven aquel de la ventana. Y desde ese día lo he gravado en mi recuerdo, porque lindo es tu nombre.

-Gracias –dijo ella. ¿Y como te llamas tú?

-Yo, Anselmo –contestó titubeando.

Caminaron mucho, conversando y conversando… Y faltando sólo dos cuadras para llegar a casa, Anselmo continuó:

-Bueno, Adelita, perdóname; pero quería decirte que te quiero. No sé que me pasa, pero lo cierto es que m’enamorao de ti. No sabía cómo decirte esto, pero m’ he atrevío a decirte. ¿Qué dices, ah?

-Bueno, mira, yo no puedo decirte nada. Además yo me voy a mi tierra en Setiembre. Faltan sólo siete meses nomá.

Y cansada por el canastón se puso a descansar.

-No, Adelita, mira, yo viviré para ti nomá. Nos uniremos y trabajaremos juntos. ¿Qué dices, ah?

Adela, tomando nuevamente su canastón, le dijo:

-El próximo domingo conversamos más y allí te digo.

-No seas malita, Adela, ahora mismito, pues, dime. No seas mala.

-No, el próximo domingo te digo, si quieres, chau, chau. Ya no me sigas, ¿ah?

Anselmo se detuvo en la esquina. Ella siguió su marcha. Nunca antes para Anselmo la vida pareció tan bella y jamás se vio tan satisfecho de sí mismo; pues, tenía ya la esperanza. Esperó que Adela entrara en el chalet y haciendo un gesto de triunfo corrió por la calle soleada saltándose a su paso un volkswagen estacionado, cual si fuera un loco… de ternura…



V

Llegó el domingo esperado con ansiedad. Anselmo, desde temprano estaba en el Parque. No se habían citado, pero se suponía que allí se verían. Y en efecto así fue:

-Adelita, qué has pensao, ¿ah?

-Pues no sé que decirte.

-Mira, Adelita, si tu me aceptas, trataré de que seas feliz, palabra.

Pasearon casi toda la tarde. Él tratando de obtener el sí. Ella dudando más de una vez. Y llegando ya hasta la esquina del chalet, ella se detuvo para despedirse.

-Hasta acá nomá me acompañas, ya me voy.

-Bueno, Adelita, dime la verdad, capaz ya no quieres que venga. ¿Acaso ya tienes enamorado?

Adela se turbó y se quedó en silencio. Asomó a su mente la imagen inesperada de Juan Carlos, el hijo de sus patrones, quien la estaba requiriendo e insinuándole el amor más y más.

-No, no tengo –dijo Adela, mirando dulcemente a Anselmo, casi triste y estática.

Anselmo, no teniendo más palabras, se inclinó ligeramente hacia ella y besó tiernamente su mejilla.

-Te adoro –le dijo-. Eres mi vida-

-Yo también te quiero –le contestó Adela.

Y se despidieron.

El suave viento se Setiembre paseaba al sol dorando las paredes y se refractaba, al mismo tiempo, entre los vidrios; y Anselmo, preso de una alegría infernal se puso a andar. Le había aceptado Adela, no había duda.

También la orfandad tiene su estación de alegría.



VI

Fueron pasando los días como siempre. Anselmo y Adela se veían continuamente. Iban al cine de vez en cuando y todo marchaba bien. Pero un domingo, Adela, llegó tarde a su trabajo y la reprendieron. Ella no dijo nada. En seguida:

-¡Adela! –le gritó Juan Carlos desde su dormitorio.

-¡Señor! –contestó.

-¡Alcánzame la bañera con agua!

-¡Bien, Señor!

Ella le alcanzó de inmediato. Pero antes que saliera del cuarto, Juan Carlos cerró la puerta y la tomó bruscamente de sus brazos.

-Me gustas –le dijo, susurrándole.

Y se abalanzó sobre ella.

-¡¡Anselmo!!, ¡¡Anselmo!!, ¡¡Anselmo!!! –gritó fuertemente, Adela, forcejeando en vano. Y sus gritos agudos y penetrantes se fueron ahogando en los desnudos brazos de Juan Carlos hasta apagarse definitivamente en el silencio del inmenso Chalet.

El tiempo pasó sin novedad. Adela nunca se atrevió revelar su problema a Anselmo. Su patrón había abusado de ella sin ninguna dificultad. Qué lo iba a hacer. Eran su Patrón, al fin.

Anselmo siguió trabajando normalmente, pero un buen día llegaron los Policías Municipales a su puesto. Le pidieron su Carné de Salud, su Libreta Militar y Electoral, pero no tuvo ninguno de estos documentos.

-Le esperamos una semana –le dijeron-. Si no los tiene para aquella fecha, dejará de vender.

Y así fue. Anselmo se quedó sin trabajo. Anduvo semana tras semana buscando un nuevo, pero siempre le respondieron: “No hay, pero presente solicitud y certificados por si acaso”. Mientras tanto, evitaba verse con Adela, pues, no quería que ella se pusiera triste, por eso.



VII

Pasaron los meses uno tras otro y Anselmo seguía sin trabajo. Para pasar los días cargaba bultos y cobraba. Un día compró naranjas para vender nuevamente, pero vinieron los municipales y le quitaron. Poco le faltó para llorar de amargura.

-“Cuando tengamos dinero, nos casaremos; viviremos y trabajaremos juntos” –se habían prometido mutuamente.

Los encuentros ya no tenían el mismo sabor, pero el amor que Anselmo profesaba a Adela era el mismo. Un domingo que fueron al cine, Anselmo se atrevió bastante y le toco ligeramente el vientre.

-Estás engordando mucho –le susurró al oído-, pero qué importa eso, ¿di?

Adela no le contestó nada. Pero al despedirse aquel día, le saltó el presentimiento de que Anselmo se estuviera dando cuenta de su embarazo y resolvió no más salir los domingos. Y ¿qué diría la Patrona de su embarazo? ¿Declararía la verdad? ¿La despedirían? ¿Dónde iría? ¿Cuál sería la reacción de Anselmo? Éstas y muchas otras preguntas rebullían en su mente. ¿Qué hacer, pues?...



VIII

En vano la esperó los domingos siguientes. Ya no veía a Adela.

-¿Qué le habrá pasado? –se preguntaba para sí.

Y no habiéndola visto ya ocho domingos consecutivos, resolvió ir a verla a su trabajo. Tocó el timbre una y otra vez. Al fin salió una dama de guardapolvo blanco que al parecer trabajaba allí. ¿La habrán reemplazado? –pensó. Luego, preguntó:

-¿Está Adela, por favor?

-No, señor. Está en el Hospital –contestó.

-¿Qué? –dijo, y se nubló el alma. Algo grave pasaba. ¿Por qué será?...

Acudió de inmediato al Hospital. Sufrió mucho para ingresar. Hasta que al fin logro dar con el pabellón donde estaba. Nunca antes había entrado en un hospital y aquello le parecía otro mundo. Después de hablar con las enfermeras, penetró en cuarto donde se encontraba Adela. Percibía raras fragancias en el ambiente. Luego vio entre sábanas blanquísimas a su amor, pálida y enjuta que dormía apaciblemente.

-Adela, Adela –le susurró-. ¿Qué tienes? Soy Anselmo. ¿Me reconoces?

-¡¡¡Anselmo!!! –prorrumpió Adela, con sus ojos desorbitados y con un grito agudo y fuerte como salvada de una pesadilla horrorosa.

-¡¡¡Anselmo!!! –prosiguió y se inundaron sus ojos en lágrimas.

-Permiso, Señor –dijo una elegante enfermera portando un niño rubio en sus brazos que lo colocó maternalmente junto a Adela.

Anselmo se quedó mirando, anonadado, aquel cuadro tierno y sublime: ¿qué había pasado?...

-Señor, ¿Usted es familiar de esta Señora? –inquirió la enfermera, sacando de su asombro a Anselmo.

-Sí, Señorita –contestó él, inesperadamente.

-Hace una hora más o menos dejaron este papel a la Señora, tómelo.

Anselmo se dispuso a leerlo:


“Adela, quedas despedida del trabajo. Tu hijo que has tenido

y que alegabas ser de mi Juan Carlos es una ofensa a la

dignidad de mi hogar. El hijo tuyo pertenece a ese tu cholo

Anselmo Mayta. Ya todo lo hemos averiguado.

Lyana de los Ríos”.

Un hormigueo brusco y helado le recorrió desde la coronilla hasta los pies, y sin decir una sola palabra salió a la velocidad. La furia invadió todo su ser y la amargura se apoderó de él. A tientas y sin darse cuenta apareció en la Parada y prestándole a su amigo su puñal se despidió apresurado.

-¿Dónde vas, Anselmo? ¡Oye! ¿Dónde vas? ¡Dónde vas! –le gritó su amigo.

-¡A vengarme! –le contestó y desapareció fugazmente…



IX

Anselmo se agazapó en la esquina del chalet violáceo donde había trabajado Adela.

-Tengo que vengarme… Tengo que hacerlo –pensó rabiosamente…

Estaba resuelto a dar muerte a Juan Carlos. Sí, él lo conocía. Era aquel que le había dicho “cholo” una vez. El que le había arrebatado su amor. El que había arruinado su vida.

No se dio cuenta cuanto tiempo estuvo esperando. Pero a eso de las cinco de la tarde llegó un carro verde brillante y se detuvo en la puerta del chalet. Sí, era él. Juan Carlos acababa de llegar. Salió del vehículo, vestía elegante saco amarillo. Anselmo sin pensarlo dos veces, corrió hacia él y sin titubear asestó de improviso una y otra vez el puñal en el pecho níveo de Juan Carlos, en medio de gritos y quejidos.

Anselmo, con sus vestiduras chapoteando de sangre corrió por la calle en dirección al hospital, seguido por el griterío de curiosos y pitazos de policías que gritaban a la vez: ¡detente o disparo!, ¡deténgalo! Pero no hacía caso. Los carros se detenían. El tráfico se interrumpió. Los claxons formaban un coro atronador. La cosa era grave: había asesinado al hijo de una honorable familia de la ciudad.

Acesando y sudando sangre y furia llegó hasta el hospital. Quiso entrar a la fuerza, pero lo detuvieron cinco porteros. La multitud perseguíale furiosa. La intención de él era llegar hasta Adela y darle la noticia, mas no lo logró. Dos, tres, cuatro, cinco, diez, veinte policías le fueron tomando paulatinamente. He iban llegando otros más. El público se amotinaba.

-¡Déjenme entrar! ¡Quiero ver a Adela! ¡¡Déjenme!! –gritaba Anselmo, preso de un arrebato bestializado y prendido fuertemente de los hierros de la puerta del nosocomio.

-¡Camine!, ¡¡vamos!!, ¡¡¡camine!!! –le conminaba en coro la policía.

-¡¡Adela!!, ¡¡¡Adela!!!, ya lo maté a tu patrón! ¡Ya lo maté y no…!

-¡Plag!, ¡plag!, ¡plag! -los varazos le cortaron instantáneamente sus palabras.

-¡Camine con nosotros!, ¡plag!, ¡plag!, ¡¡camine con nosotros!!, ¡plag!, ¡plag!, ¡plag! Los golpes secos de vara fueron cayendo en su cabeza, en su cuello, en su cuerpo, hasta que se desplomó ahogándose su voz en el murmullo de la gente y en el griterío de mujeres, claxons y sirenas.

Un sabor salobre, esponjoso y tibio llenó bruscamente su boca, al mismo tiempo que a empellones y varazos lo introducían en un carro oscuro, brilloso que partió a velocidad…

-¡¡¡Adelaaa!!!, ¡¡¡Adelaaaaaa!!!, ¡¡¡¡Adelaaaaaaaa!!!!, ¡¡¡¡¡Adelaaaaaaaaaa!!!!!...

Sus ahitas llamadas de locura, ya sólo perceptibles en su imaginación turbada, se fueron apagando lentamente en la inmensidad de su tragedia solitaria…


Julio de 1970
Walter Armando Fernández Mundaca

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